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Un viaje por el México indígena › Noticias
AdventuresTravels

Un viaje por el México indígena

Un viaje a la Huasteca de Hidalgo, en el corazón de México. Corto pero intenso. Me enamoré de los huastecos hidalguenses, de su paz, dignidad y humildad. Pisar el laberinto de las comunidades fue todo un placer. Mirarles a los ojos, un privilegio. Participar en un viaje de turismo solidario de un mes de duración, el camino para conocer el otro lado de México, el no turístico.
Foto de Nuria Hernadez


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No íbamos a un pueblo, no nos hospedaríamos en una casa de ricos, ni en un hotel, ni en un albergue. Tendríamos la oportunidad de compartir la forma de vida de esa gente, dormir en el suelo, sobre nuestros petates o los que nos prestaran, y soportar el picazón insistente de los mosquitos. Ver tarántulas, alacranes y todo tipo de animales, incluso algunos a los que no podíamos siquiera poner nombre. A todo esto, sufrir en nuestras pieles cómo corría el sudor bajo el calor tropical de la zona.
Visitamos cinco comunidades (Xiliteco, Tepetzintla, 14 de Mayo, El Lindero, Tohuaco), entrevistamos docenas y docenas de simples campesinos, de mujeres, de representantes de las comunidades y autoridades populares. Recogimos material de sus documentos donde reflejan su posición ante los problemas y las denuncias de los atropellos e injusticias, de los engaños y la burla a la que han sido y son objeto por parte del Gobierno. Tuve entre mis manos el listado de las muertes que las tomas de tierras habían provocado entre los indígenas a partir de los años 70 (unas 200 personas fallecieron incluidos niños) Conocimos muy de cerca una organización campesina que al mismo tiempo que eleva la conciencia de sus miembros, eleva su nivel moral y mejora sus costumbres. El fin del paternalismo, el fin del individualismo. Creen a pies juntillas en la fraternidad del trabajo colectivo, tanto como en la dignidad del indígena.

Todo está limpio, los pisos de tierra bien barridos, las modestas y a veces roídas ropas están también limpias. La actitud es abierta, franca, amistosa; indios puros en su mayoría monolingües de habla náhuatl. No tienen ante nosotras la posición huidiza, recelosa, cerrada del indio ante el blanco. Nos reciben alegres, sonrientes, mirándonos a los ojos, hablando en voz alta, expresándose con franqueza. Nos hemos ganado su confianza en poco tiempo. Pudimos conocer la verdad del indio, que sabe mirar de frente, reír a carcajadas, que entrega su confianza a quien sabe dar. Allí besé a los niños, tomé las manos de las viejas que se acercaban. Viejas no de edad, sino de siglos de sufrimiento. ¿Estos son los bandidos organizados que tanto teme el Gobierno? Ellos lo único que desean es que el resto del pueblo mexicano los conozca y conozca su lucha contra la marginación.

Despertamos en los niños enorme curiosidad. Nos rodeaban sin recato, suplieron rápido su timidez inicial. No acostumbran a ver extranjeros y resultamos un espectáculo insólito. Los niños son los que mejor hablan castellano porque lo estudian en la escuela. Hay escuelas, pero no maestros suficientes. Lo que les sorprendió, y mucho, es que tres de nosotras fumásemos, ya que las mujeres no lo hacen, como tampoco beben. Eso es ‘cosa’ de hombres.

A la vista de esta gente es fácil darse cuenta de la demagogia que mantiene al indio sumido en unas condiciones precarias. Bajos de estatura, los cuerpos delgados, las caras enjutas, la vejez prematura, evidencian los estragos del azote que sufren desde generaciones: la desnutrición. Aún así, los políticos giran la cabeza ante la evidencia.

El mixtamal se muele en el molino, las tortillas se hacen tres veces al día, a mano. Su único acompañamiento: chile y frijoles. Y ahora están felices porque su alimentación mejoró. Desde que tomaron las tierras, al menos comen frijoles. Antes, puro maíz. Beben café muy aguado, compran refrescos, y muchos, en la pequeña tienda cooperativa de la comunidad.

Sus viviendas son chozas de bajareques, palos entretejidos, algunas están terminadas con barro encalado y techo de palma. Un brasero, una mesita, dos o tres sillas, son todo el mobiliario. No siempre hay camas. Muchos duermen en petates en el suelo. El agua se acarrea desde el río porque no conocen el agua ‘entubada’. La luz no llegó hace mucho tiempo, pero las calles siguen a oscuras. En cada comunidad hay una iglesia, tan modesta como las viviendas campesinas. Cruzamos varias veces los secos vados de los ríos, porque no llueve, están deforestando la zona.

Maíz, frijoles y chiles. Chiles, frijoles y maíz. Para desayunar, para comer, para cenar. Beben café muy aguado y compran refrescos en la irrisoria tienda cooperativa de la comunidad. No comen carne, ni huevos. Los escasos animalitos que crían en sus casas -algunas gallinas, un puerco igual de enflaquecido y unos cuantos pavos- los utilizan como mercancía de trueque en ‘la plaza’ para adquirir el resto de víveres de primera necesidad: azúcar, sal, aceite, jabón o café. Rara vez toman leche. Los niños no reciben más dosis de proteínas de origen animal que la leche materna, lo que obliga a muchas mujeres a prolongar el amamantamiento, a veces, hasta los cuatro años de la criatura. No cultivan lechugas, tomates ni ninguna otra verdura. «Son tantos siglos de opresión y de miseria que la gente no sabe sacar partido a lo que tiene a su alcance.

Cerca del riachuelo crecen espontáneamente los plátanos, mangos salvajes, una especie de ciruelas, y no los aprovechan. No conocen la lechuga, la zanahoria ni ninguna otra verdura. Me asombra que no siembren, que no haya huertos. Necesitan capacitadores agrarios que les enseñen y unos métodos menos rudimentarios.

Ellas van descalzas, a veces llevan zapatos de plástico porque son baratos, pero no sirven para el clima de la región ni por la topografía del terreno. Los mejores zapatos los reservan para ocasiones especiales. Ellos sí llevan botas. No conocen otra vida, más allá de la que muestran las telenovelas mexicanas en la recién estrenada televisión, porque no han salido de sus comunidades. Ni siquiera han visto el mar y eso que lo tienen a menos de 100 kilómetros.

Durante las reuniones se mostraron tímidas, como nosotras, pero al poco rato nos rodeaban y se atropellaban para expresar en voz alta y con vehemencia, sus amargas quejas. “No tenemos atención médica, nuestros hijos se mueren, cuando los llevamos a la cabecera del municipio, tenemos que caminar a pie. Los médicos particulares, todos, les hacen esperar largas colas porque primero atienden a los ricos. Ellos tienen más dinero. A veces les dejan sin atención”. Y lo que es aún más grave, les someten a esterelizaciones forzosas para acabar con ellos. Les engañan con burdas artimañas, les colocan el DIU sin su consentimiento ni el de sus maridos, les hacen ligaduras de trompas nada más dar a luz a su segundo o tercer hijo... Negarse supone perder las 'migajas' de ayudas que les concede el Gobierno para desunirlos, porque no llegan a todos o incluso no llegan. Viven en una zona con abundante petróleo y estos indígenas les resultan molestos.

El vocerío queda registrado en la grabadora, con el llanto de algunos niños. No las borraré. Esta grabación y la de la fiesta del Día de la Independencia quedarán en mi archivo personal como un testimonio vivo y emocionante. Superadas las reticencias iniciales, todos quieren ser fotografiados.

El machismo sigue siendo exagerado, aunque algo va cambiando. Ya no beben como antes y como ya no beben, no golpean a sus mujeres. No se prohíbe beber, pero los índices de alcoholismo han bajado desde que la organización trabaja por ello. Aún así los hombres tienen claro que no es posible que sus ‘compañeras’ dejen los quehaceres domésticos y se dediquen a participar. ‘La mujer podrá participar más en la medida del desarrollo de las comunidades’, señalan.

Demuestran un elevado grado de conciencia política. “Antes de que llegaran los blancos, éramos dueños de todo esto”. Pero por su ignorancia se dejaron despojar. A veces los caciques les compraban las tierras por una cantidad miserable y otras las tomaban por la fuerza. Vino la revolución y las tierras volvieron a quedar en manos de los caciques. Cuando venía el reparto de las tierras, les decían a los campesinos que les daban las tierras más altas para que no tuvieran peligro de que la crecida del río las inundara.

Ahora, al menos, tienen esperanza. El miedo a que las tomas de tierras volvieran a crear nuevos ricos, les llevó a pensar en el trabajo colectivo como la forma de organización más equitativa. Aquí todo se hace en colectivo: la milpa, el molino, la tienda. Todas las decisiones se toman en colectivo.

Eligen sus propias autoridades y si no cumplen, les quitan. No hay líderes, son como fuente ovejuna. La Policía y el ejército les buscan porque creen que ellos son los que dirigen las tomas de tierras y la organización. No saben que la necesidad les ha hecho actuar así. “No pueden creer que simples campesinos como nosotros seamos capaces de darnos cuenta de nuestros problemas y actuar para resolverlos”. Ojalá algún día, no muy lejano, la corrupción sea en México un episodio desgraciado pero pasado, y nuestros amigos los indígenas puedan salir del rezago histórico al que se han visto sometidos.

Pero, son felices.

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Enviado por vayamundos el Jueves, 01 de Enero de 1970 a las 02:33:25 (11263 Lecturas) [ Administración ]

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